sábado, 11 de abril de 2020

SÁBADO SANTO DE LA SEPULTURA DEL SEÑOR

Ciclo A


"y descendió a los infiernos..."








MEDITACIÓN SOBRE EL SÁBADO SANTO

P. Salvador Villota, O. Carm.



Jesús ha muerto y yace sepultado en el sepulcro (Jn 19,42). En este momento, el mundo incrédulo y hostil se alegra, mientras los discípulos, nosotros, estamos tristes (Cf. Jn 16,20). Y dentro del “arca”, en nuestro hogar y en nuestra alma, sólo queda alegrarse o hacer luto, depende del lado en el que nos encontremos: o con el mundo o con Cristo. Él “reposa”, como Dios descansó de sus obras el día séptimo, y nosotros, ante la tumba de Cristo, aún sentimos más este “obligado” reposo sabático (Cf. Gn 2,1-3; Ex 20,8; Heb 4,4).
Se abre paso, de modo inapelable, la afirmación de Niezsche: «¡Dios ha muerto! ¡Y nosotros lo hemos matado!». Este postulado se hace palpable y hiela el corazón. Jesús, en quien habíamos puesto toda nuestra esperanza, «profeta poderoso en obras y palabras» (Lc 24,19), yace en el sepulcro y, como parece confirmar la piedra grande que lo sella, sometido al reino de la muerte.
En toda la tierra, impera, lo quiera o no, un silencio mortal. Dios está oculto. Su “pretendido” Hijo ha descendido a los infiernos, a la región de los muertos, al abismal reino de la poderosa muerte que todo engulle y a todo quiere conducir a la nada más absoluta. La roca cierra el sepulcro y Jesús yace vencido: primero, por el mundo que contra Él descargó todo su mal y lo mató atrozmente, y, ahora, por la muerte que lo engulle en sus oscuras, profundas y gulosas fauces. Jesús parece vencido, y Dios, a quien llamó “Padre suyo” y dijo ser “una cosa con Él” (Jn 10,20; 14,11), nada hace por su Hijo. La fe, nuestra fe en Jesús, tambalea, parece noqueada y todo cuanto nos circunda nos dice que fue inútil, una simple ilusión, un mero espejismo.
Y hoy, este mundo aplastado por la peste, el mundo que vive o pretende vivir sin Dios, porque “Dios está muerto o no existe” para él: ¿no piensa que esta enfermedad, que a todos alcanza, es un signo en la propia carne de la “muerte de Dios” en la que quiso y quiere vivir? La muerte — de Cristo y de tantas personas que han fallecido en este mes de confinamiento —, el silencio que “se escucha”, el ajetreo que se detiene, el cambio obligado de actividad y costumbres, y la necesidad de convivir con los otros, presionan para que se piense en el “silencio y la aparente muerte” de Dios.
Sin embargo, Dios, en Jesucristo, se ha unido a nosotros, “está con nosotros”, es el Emmanuel (Mt 1,23; 28,20). Todavía hay esperanza. Y ésta no puede defraudar porque late en el ámbito mismo de “nuestras muertes”, anticipo del “reino de la muerte” (Cf. Heb 2,14-15). La esperanza que nos viene de Dios es el brote verde de la vida que ha arraigado donde todo decía “muerte”. Y esta esperanza ya grita, en nosotros, que Jesús es la Vida, que Dios nos ama y que su Amor es más fuerte que la Muerte (Cf. Os 13,14; 1Cor 15,54-56).
Pero este tiempo y este Sábado nos dicen que necesitamos “ver, experimentar, comprender” nuestra pequeñez, para poder así vivir verdaderamente la grandeza infinita y todopoderosa de Cristo, para desear estar y quedarnos con Él, para tener la gallardía de combatir el buen combate de la fe y abandonar la mundanidad y la mediocridad.
Es verdad que el mundo se ha paralizado y se siente, en gran medida, vencido, pero Dios — para el que tenga oídos para oír y ojos para ver — grita en esa misma situación: “Espera en Mí”. Somos la nada y Él es el Todo. Cristo duerme en la barca, mientras las aguas y la tempestad del sinsentido de la historia y de la nada de la muerte que se acerca, amenazan con hundirla y destruir para siempre cualquier esperanza. La muerte, en aquellos que esperan en Cristo, también la intuyen cerca y cierta.
Queda ahora comprender todas las tormentas levantadas contra nosotros y por nosotros mismos, y reconocer su repercusión en nosotros mismos, tal y como lo gritan la multitud de corazones desgarrados:
“Por las infidelidades permanentes; por la soledad adoptada como la única compañera fiel; por la falta de padres que hacen ya huérfanos a los hijos antes de nacer; por el hastío que causa el desenfreno y los excesos en comidas, bebidas y diversiones; por el aborto defendido como derecho, pero que “mata” a todos cuantos le circundan, aplauden y realizan; por la ejecución de asesinatos a ancianos o enfermos terminales o a quien apele a un derecho a suicidarse porque ya se ha inyectado en su corazón la venenosa muerte deseada; por no importar a nadie y por no importarnos nadie; por la asentada mentira y manipulación que se enarbola como pendón político, de poder y de mal llamadas “justicias”; por malgastar la vida en cosas vanas: sea en la absolutización del efímero éxito en los deportes o espectáculos, o sea en la promoción y grabación y visión de películas indecentes, o sea en concursos que denigran la dignidad de la persona que participa o en quienes día tras días los visualizan, o sea en viajes inútiles promovidos por dinero y motivados por la concupiscencia de la carne o de la vista o de la soberbia de la vida sin otra razón que el realizarlos “porque sí”, “porque todo el mundo lo hace”, “porque se lleva”…; por el temor y miedo que causa el incierto y sufriente futuro próximo que parece avecinarse…”.
Y con todo eso, y ante la tumba de Cristo, la barca en la que Él mismo se encuentra, su Iglesia, parece también hundirse. Y nosotros, con nuestra poca fe, debemos “despertar al que duerme”. Y debemos reconocer, por nosotros mismos y en nombre de todos, que hemos vivido insensatamente y causado mucho sufrimiento, y que vacilamos ante los eventos de la existencia y dudamos en que Él retornó glorioso de la muerte. “Despierta”, grita hoy la Iglesia, en el silencio de todo y en la incredulidad de una humanidad que sufre y muere. Y lo grita la Iglesia en lo profundo de su corazón enlutado, donde “ve” y “vive” la tormenta que asola a esta humanidad amada por Dios. Un corazón, el de la Iglesia, que dice y confiesa: “Señor, estoy aplastado, con la muerte a la puerta, te necesito, me hundo y no puedo salir. Despierta, Señor. ¿Dónde te has ido?”.
Y Cristo, desde dentro del mismo sepulcro, es en este día santo una respuesta a tantos porqués y a todo abatimiento. Es una palabra potente que nos dice:
«¿Acaso no es esa terrible tormenta que asola vuestro corazón la que me silenció, la que cayó sobre Mí, la que soporté en la cruz, por la que morí? Mírame sepultado dentro de ti, de ti mismo, por las piedras innumerables de tu vano y pecador vivir. Si tardo un poco en “despertar” y “despertarte” conmigo: “espérame” (Hab 2,2-3), porque el gran Amor que me condujo al centro de la tormenta, — de tu tormenta, de vuestra tormenta — es más fuerte que la Muerte. ¡Espérame! y cuando regrese recíbeme, acógeme en ti, ámame sin medida, sígueme y grita de alegría y con júbilo agradecido por mi Victoria».




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