24-XII-2016
Homilía misa funeral por Enriqueta Moltó Atienza
P. Salvador
Villota Herrero, O.Carm.
2Samuel 7,1-5.8b-12.14a.16;
Salmo 88(89),2-3.4-5.27.29;
Lucas 1,67-79
Queridos
hijos, nietos, biznietos (que pienso también tenía ya unos cuantos), amigos y
conocidos todos de nuestra hermana Enriqueta.
Dios ha
querido llamar a nuestra hermana al concluir el Adviento de este año 2016, y su
fallecimiento debe ser una ayuda para cada uno de nosotros; una ayuda para que
vivamos la Navidad de un modo mucho más veraz en el Señor y hacia el prójimo.
Tantas veces, predicando durante este Adviento, he preguntado: “¿Qué regalo quisieras dar a la persona que
más amas, si fuera su último Adviento o Navidad?”. Pues bien, el fallecimiento
de Enriqueta tiene que hacernos replantear esta pregunta y ayudarnos a
responderla con verdadero amor hacia la persona a quien amamos, considerando lo
importante que es para nosotros.
De hecho, la
limitada existencia del hombre sobre esta tierra es una palabra de Dios. Y el
nacimiento, al igual que la muerte, subrayan de modo particular la cercana presencia
de Dios, quien, a través de ellas — de la vida y de la muerte —, ofrece, a
todos los que son testigos de ellas, muchas gracias a las que deberían estar
abiertos para recibirlas. Pues bien, esta palabra de Dios que, para la
existencia humana, es la muerte, no sólo afecta al que fallece sino también, y
de modo más directo, a aquellas personas que más contacto tenían con la persona
fallecida, en este caso con nuestra hermana Enriqueta, aunque también atañe a
todos los demás que hemos tenido, de uno u otro modo, relación con ella y que,
por gracia de Dios, nos encontramos aquí en esta celebración eucarística.
Delante de
sus restos mortales y orando por su eterno descanso, Enriqueta (que estando ya
en la presencia de Dios desea ardientemente, y sin mengua, vivir eternamente
unida a Él, sin sufrir los altibajos que se experimentan mientras permanecemos
en la tierra) quisiera ahora que, contemplando sus restos corporales,
meditáramos sobre lo que verdaderamente es relevante en nuestra existencia. Pues
con razón dice el sabio que “más vale ir
a casa de luto, que ir a casa de festín, porque allí termina todo hombre, y
allí el que vive, reflexiona” (Qo 3,2). Por tanto, deberíamos meditar y
considerar seriamente nuestra propia vida, delante de un cuerpo muerto, sin
vida, sin alma.
Hay, diría
yo, tres aspectos en los que somos seriamente cuestionados. El primero es que,
ante el cuerpo muerto, deberíamos darnos cuenta de la futilidad de las cosas del mundo; de la vanidad de todo aquello
en lo que ponemos nuestra esperanza. Nada de ello, ya sea dinero, placeres,
poder…, es capaz de retener la vida, de mantener el alma en el cuerpo. Podía
habernos tocado anteayer la lotería y poder ser sepultados envueltos en billetes
de 500€, pero eso no habría sido capaz de retener la muerte, no habría evitado
que el alma saliera del cuerpo. En nada de este mundo, nos diría ahora
Enriqueta, merece la pena poner el fundamento de nuestra vida. Todo eso pasa y
tendrá que ser dejado. Es fútil, inútil, vacío, total vanidad.
El segundo
aspecto es que, ante un cuerpo sin vida, uno se da cuenta de la soledad que le es propia a la naturaleza humana. Hemos nacido
para vivir en relación con los demás. Quisiéramos que aquella persona que
amamos nos amara de tal modo que estuviera dentro de nosotros y que desde
dentro nos comprendiera, nos ayudara a vivir los momentos de alegría, así como
a superar los momentos de dificultad, de enfado, de empecinamiento... Pero
sabemos que no podemos. Que al final nuestro egoísmo termina imponiendo su
lógica y el orgullo su locura de dominio, y nos sentimos solos, incomprendidos,
tristemente abandonados, desolados. Una soledad humana existencial que el
pecado ha extremado y ha afectado con el profundo sentimiento de muerte al
separar al hombre pecador de la fuente de la vida que es Dios. Sea como fuere,
solos vivimos y solos morimos, no obstante todos lo que puedan circundarnos.
El tercer y
último aspecto que quisiera señalar es que ante todo el cuerpo sin vida de una
persona, todo hombre, creyente o no, sabe
que es emplazado ante un Juicio. Sabe, en su fuero interno, que se va a
encontrar pronto ante Alguien que le pedirá cuentas de su vida, porque todo lo
que ha recibido no le pertenece, es de ello un mero administrador. Ante este
juicio, a veces inconscientemente, el hombre se esconde, huye, se empecina en
un ajetreo sinsentido, en caminos de desenfreno, o en senderos de
desesperación, de tristeza, de abatimiento.
Futilidad, soledad y juicio. He ahí la
enseñanza de qué es nuestra existencia ante el cuerpo fallecido de nuestra
hermana Enriqueta.
Sin embargo,
esto no es todo. Y aquí es donde quiere poner ella, junto con toda la Iglesia,
el acento. Ni todo es futilidad, soledad y juicio, ni a ello debe reducirse
nuestra vida por ser unos necios. Enriqueta lo aprendió y supo volverse a Aquel
que transforma lo fútil en don, la soledad en estado de entrega, el juicio en
motivo de alegría y esperanza.
La verdad de
esta novedad lo manifiesta esta liturgia que celebramos. Jesucristo está
presente en medio de nosotros. Ha formado un pueblo de creyentes, del que
Enriqueta formaba y forma parte. La asamblea muestra a aquellos que han sido
tocados por la gracia de Dios en la proclamación del Evangelio, y están siendo
transformados en hijos e hijas de Dios.
También nos
hablan de la presencia de Cristo los signos: el cirio encendido, el sacerdote
que nos preside, el altar… Los signos expresan la realidad que vivimos en la
Iglesia. No aparecen los signos antes, sino después de haber experimentado la
acción salvadora de Dios en la historia humana, en la propia historia personal.
Muestran la verdad de Cristo para cada cristiano: Él es Luz, es Vida, es
Presencia salvadora.
También la
misma predicación manifiesta la presencia del Señor resucitado. La cruz enorme que
se laza ante nosotros, siempre muestra a Jesús victorioso de todo aquello que
al hombre le introduce y conduce a la muerte. Y es el Espíritu Santo el que da
testimonio a nuestro corazón acerca de Cristo muerto y resucitado. Enriqueta lo
recibió y aprendió a ir caminando al encuentro del Señor como discípula suya. Y
así nos lo dice ante su cuerpo muerto, pero arropado por esta asamblea de
fieles cristianos: “Acoge a Cristo
quienquiera estás aquí y escuchas estas palabras, y entonces superarás la
futilidad de las cosas y de la vida, la soledad que envuelve en las tinieblas,
y el juicio de condena que pesa sobre ti por tu pecado”.
Para el que se une a Cristo en la fe, las cosas dejan de ser
entonces un absoluto, y se convierten en un medio para enriquecerse ante el
Señor. Deja de utilizarlas para hacer
su voluntad y obtener sus caprichos, y pasa a emplearlas para ayudar al
prójimo, para hacerse amigos para el Cielo (Cf. Lc 16,9-13). Enriqueta supo
usar los bienes para servir a Cristo, para manifestarle que le amaba, para
darle gracias. Sabía que no eran un absoluto, que no eran capaces de dar la
vida.
La soledad la quiebra la presencia de Cristo en el corazón humano
por la fe. Él vive dentro del cristiano. Él es el
que verdaderamente nos ama donde nadie nos ama, ni nos soporta. El mismo
sentimiento de Su ausencia, se convierte en un eco permanente de su presencia
amorosa. Enriqueta vivió la soledad, le acompañó durante mucho tiempo en su
vida, pero en Cristo supo vivir después su soledad colmándola de la presencia
del Señor.
El cristiano, finalmente, acogiendo a Cristo se sabe perdonado, y,
como dirá Santiago, teniendo dentro de sí la misericordia del Padre, se ríe del
juicio (Cf. Sant 2,13). Se confiesa
pecador y con fe recibe el perdón del Dios en Cristo, su Hijo, y se encamina
hacia el juicio con la esperanza que no falla: Dios-Padre le ama y le perdona. Basta haberse acogido al perdón
ofrecido, al amor derramado, a la misericordia entregada en Jesucristo. Su amor
nos salva de la ira del pecado y de la condena, y nos introduce para siempre en
el seno del Padre. Por eso el cristiano no muere solo, Cristo está con Él
durante su vida y en el mismo momento de la muerte. Así falleció nuestra
hermana. Sus últimas palabras manifestaban esta verdad que vivía en su
interior, cuando decía poco antes de dormir en el Señor: “Amo a Jesús y le doy gracias por todo. Dios todo lo ha hecho bien en mi
vida, todo. Y le amo, sabiendo que voy a su encuentro para vivir siempre unida
a Él”.
Demos gracias
a Dios por nuestra hermana. Pidámosle que la acoja para siempre en el Cielo. Y
confiemos ya en la intercesión de Enriqueta por cada uno de nosotros, para que
creyendo en Cristo, abandonemos la futilidad de las cosas de este mundo,
superemos la soledad y vivamos con paz, seguros de su perdón, de su amor y de
la vida eterna que nos tiene prometida. Así sea.
Descargar Homilía