viernes, 22 de diciembre de 2017

NAVIDAD PARA EL MUNDO, NAVIDAD PARA EL CRISTIANO

Navidad para el mundo,
navidad del cristiano
Enseñándonos acerca de su retorno glorioso, afirma nuestro Señor Jesús que nadie sabe el cuándo, excepto el Padre (Cf. Mt 24,36; Mc 13,32), y que, por este motivo, debemos estar atentos, pues, a simple vista, el mundo, la humanidad, continuará con su ritmo, ajetreo y comportamiento habituales:
«Como en tiempo de Noé. En los días antes del diluvio, la gente comía y bebía, se casaban los hombres y las mujeres tomaban esposo, hasta el día en que Noé entró en el arca; y cuando menos lo esperaban llegó el diluvio y se los llevó a todos; lo mismo sucederá cuando venga el Hijo del hombre: dos hombres estarán en el campo, a uno se lo llevarán y a otro lo dejarán; dos mujeres estarán moliendo, a una se la llevarán y a otra la dejarán. Por tanto, estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor. Comprended que si supiera el dueño de casa a qué hora de la noche viene el ladrón, estaría en vela y no dejaría que abrieran un boquete en su casa. Por esto, estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre» (Mt 24,37-44).
El nacimiento del Señor Jesús en Belén hace más de 2000 años, aconteció también en medio de un mundo que, afanado e interesado en sus cosas (Cf. Lc 2,1-3), no reparó en el más asombroso e indecible evento que, en medio de él, estaba acaeciendo: Dios mismo, el Creador de cielos y tierra, nacía de mujer, Hombre entre los hombres, sometiéndose a la Ley y a la frágil y mortal condición humana (Ga 4,4-5; Cf. Lc 2,6-12; Mt 1,25).
El apóstol Juan, en el prólogo de su evangelio, dice que el nacimiento del Verbo significa la venida de la Luz en medio de las tinieblas. Él, Jesús, el Verbo de Dios encarnado, es la Luz — como Él mismo proclamará de sí: «Yo soy la luz del mundo» (8,12) —, mientras que el mundo, la humanidad, habita en las tinieblas. Y tanto es así, que “los suyos”, el pueblo de Israel en el que el Señor-Dios había suscitado la luz de la fe y depositado la esperanza mesiánica, no lo recibió. Las tinieblas caracterizan, en efecto, a la humanidad y éstas no sólo expresan la pequeñez, vulnerabilidad y limitación propias del ser criaturas, sino también el estado de dureza de corazón, de pecado y de oposición al bien, de egoísmo y soberbia, de enemistad, en definitiva, con Dios. El rechazo, la pasión y crucifixión de Jesús manifestarán esas terribles y malvadas tinieblas que ahogan el corazón humano.
Sin embargo, al igual que en tiempos de Jesús, también entre todos los hombres de esta generación nuestra, hay algunos en los que la gracia de Dios no ha sido vana y ha producido el gran milagro de la fe en su Hijo. Y éstos, tocados por la potencia de Dios, por su Espíritu, han comenzado a vivir un nuevo nacimiento en Dios (Jn 1,12-13). Ellos, convertidos en luz, en medio de las tinieblas (Cf. Mt 5,14-16), se ven impulsados a vivir como Aquel en quien creen y en quien gustan la verdadera Vida (Cf. Jn 4,14; 6,35; 14,6).
En efecto, esperando vigilantes la manifestación gloriosa del Señor, ante quien, como sabemos, ya tendremos que comparecer en el momento de nuestra muerte, los cristianos queremos conducirnos como “en pleno día”, es decir: como quienes caminan a la Luz del Señor, como quienes ven el mundo y las cosas del mundo con los ojos de Dios y no con los ojos de los políticos o poderosos, como quienes viven — en la fe, esperanza y caridad — una relación personal con el Dios vivo y verdadero que es amor y que ama el bien y aborrece el mal. Por eso, los cristianos, “habiendo gustado que Dios es bueno y nos ama hasta el extremo” (Cf. Sl 34,9; 1P2 2,3; Jn 13,1), «hemos de comportarnos reconociendo el momento en que vivimos, pues ya es hora de despertarnos del sueño, porque ahora la salvación está más cerca de nosotros que cuando abrazamos la fe. La noche está avanzada, el día está cerca: dejemos, pues, las obras de las tinieblas y pongámonos las armas de la luz. Andemos como en pleno día, con dignidad. Nada de comilonas y borracheras, nada de lujuria y desenfreno, nada de riñas y envidias. Revistámonos más bien del Señor Jesucristo, y no demos pábulo a la carne siguiendo sus deseos» (Rm 13,11-14).
¡Ay!, ¡Lo sé! No es fácil vivir esto a lo que Dios nos exhorta por medio del apóstol Pablo. Estamos en el mundo, aunque no le pertenezcamos (Jn 15,19), y, a la luz de Cristo, experimentamos que el mundo, en la “mundanidad” que ofrece, odia la verdad de Dios y también odia, por ello, el modo como queremos y debemos vivir en el Señor Jesús (Cf. Jn 15,20-27). Por eso, en este tiempo de Navidad, el mundo y, a través de él, el Tentador, nos lo pondrá difícil: nos tentará a que volvamos a las tinieblas, a la mundanidad y a vivir “oscura y tenebrosamente” la Navidad; nos instigará a pensar que lo único que cuenta es pasarlo lo mejor posible; nos insidiará para que nos evadamos y alienemos de la verdadera situación del mundo — que es el modo como Dios la ve —, y a ignorar y menospreciar la salvación que ahora, en este tiempo propicio, nos ofrece en su Hijo Jesús.
Sí, se nos invitará y presionará a vivir entregados a las comilonas y a los excesos de bebida típicos de nuestra sociedad y mundo occidental: “Total — se nos dirá —: pensad que es un día”. Y se nos bombardeará a exagerar las compras, estimulándonos el deseo de poseer y la vanidad de la vista y de la carne. Se nos propondrá, en fin, divertirnos en juergas, en miradas lascivas, en pasiones insensatas, en experiencias “nuevas” ajenas y contrarias a la vida en Cristo.
Tiempo de Navidad. Tiempo en el que la realidad del mundo, del mundo sin Dios, continúa presente. Tiempo de ofertas mundanas, pero tiempo también de gracia en el que debemos entrar y para el que nos preparó el santo tiempo del Adviento. Por eso, el cristiano, sacado graciosamente por Cristo de la noria de la mundanidad (Cf. Jn 15,19), combate el buen combate de la fe (Cf. 1Tim 6,12) y no cesa de luchar por vivir en la Luz, consciente de que la vida humana, su misma vida, está transcurriendo en un “valle de lágrimas”. El cristiano ya no es un ignorante del dolor que produce el pecado, ni del sufrimiento que provoca el orgullo y el egoísmo en las relaciones con el prójimo, ni de la amargura causada por las enfermedades, ni de la angustia de los malentendidos, ni de la idolatría en que nos enfrasca la avaricia, ni del sinsentido y tedio que envuelve la vida vaciada de Dios. Lo conoce y lo afronta cada día con el amor que recibe del Señor, sabedor de que, sólo de ese modo, muere un poco más a sí mismo, al mismo tiempo que “nace” Cristo un poco más en él.
Así pues, abierto al Cristo naciente, el cristiano lucha por revestirse de los sentimientos de su Señor Jesús (Cf. Rm 13,14; Flp 2,5-9), tratando de llegar a ser, él mismo y el entorno donde vive, un “pesebre” en el que la Sagrada Familia pueda espiritualmente habitar. Y ¿cómo se reviste de Cristo? Combatiendo — afirmado en su fiel e inmenso amor —, para vencer el mal a fuerza de bien: prefiriendo, por ejemplo, dar un paso atrás en la soberbia y un paso adelante en la humildad; o cohibiendo su ira, reprimiendo su cólera y eligiendo perdonar y obrar con mansedumbre; o afirmándose en el Señor para rechazar una oferta de desenfreno que “con la mejor intención” unas “amistades” pueden hacerle; o acercándose, a impulsos del Espíritu, a paliar un poco la soledad de los padres o abuelos… que le reclaman estar a su lado y darles otro beso lleno de cariño; o mostrando un poquito de ternura y comprensión hacia la esposa o el esposo o los hijos o los hermanos...
Sin duda, el amor, el amor cristiano, tiene ojos para ver el sufrimiento que los demás no ven, corazón para hacerlo suyo, manos para realizar el bien que nadie podría ni querría realizar y palabras que llenan de consuelo y de sabor a eternidad. Por eso Navidad para el cristiano es Navidad de verdad. Si come o bebe, lo hace con templanza y dando gracias a Dios y pidiendo de corazón por aquel que nada tiene; si tiene salud y paz, da gracias por ello, aunque dolorido en su alma al pensar en tantos hermanos aplastados por la violencia, por las guerras, por la lujuria, por la enfermedad, por la miseria… y todo porque no quiere otra bienaventuranza para sí que aquella que le ofrece su Señor, la bienaventuranza de “los pobres en el Espíritu, de los mansos, de los que lloran, de los misericordiosos, de los limpios de corazón, de los hambrientos, sedientos y perseguidos por causa de la justicia, de los que trabajan por la paz…” (Mt 5,3-12). Sí, Navidad para el cristiano es amor a la Verdad, a la Luz sin ocaso, a Cristo encarnado que quiere identificarse con cada necesitado (Cf. Mt 25,35-36).
¡O buen Señor nuestro Jesucristo! El cristiano, cada Navidad y siempre, no desea otros cuidados que aquellos mismos que, en Belén, te prodigaron María y José, verdaderos custodios y guardianes del Amor-misericordioso de Dios que eres Tú, Señor nuestro. Por eso el cristiano quiere acostarse, una vez más, en tu “pesebre”, no deseando otra cosa que estar contigo, que vivir unido a Ti, que vivir en Ti. Y contigo quiere hacerse pequeño y necesitado, para nacer, renacer en ti, y poder, en ti, amar a todos los hombres, a todos, porque todos viven en este valle de lágrimas que sólo Tú, “Dios con nosotros”, Emmanuel, puedes transformar en el Valle de la Eterna Alegría. ¡Ven, Señor, Jesús!


P. Salvador Villota Herrero, Carmelita (O.Carm.)

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