El
Adviento
Nazaret, José de Nazaret y llegar a ser «nazarenos»
Un lugar emblemático y central
en Navidad es Belén. Nadie lo pone en
duda. Belén, en hebreo: Bêt-lehem, esto es, “la casa [hogar, ‘templo’] del pan”. Un
significado que llena de sentido nuestra fe cristiana, sabedores de que Jesús,
nuestro Dios y Señor, es “el verdadero pan bajado del Cielo” (Cf. Jn 6,51.58), “el
pan de la vida” (Cf. Jn 6,35.49.50-51) que alimenta nuestro ser para que podamos
vivir en Dios, en comunión de amor con Él, «porque
el pan de Dios es el que baja del Cielo y da la vida al mundo» (Jn 6,33). Llena
de sentido el que Jesús, nacido en Bêt-lehem
y envuelto en unas fajas o pañales, fuera depositado en un pesebre (Cf. Lc
2,4-7; también: Mt 2,1), desposándose así simbólicamente con la pobreza y la
humildad que más tarde nos enseñaría (Cf. Mt 5,3; 11,28-30; Lc 9,57). Allí,
donde los animales encuentran su alimento, quiso Él reposar pobre, pequeño, accesible
a todos y todavía necesitado de ser alimentado, aunque ya estuviera nutriendo a
toda la humanidad con solo su presencia. Él, el Niño Jesús, alimento y paz. Él,
vida y amor de Dios entregados al hombre malvado y pecador.
Todo esto, y mucho más, nos
dice Belén, nombre que, con
pronunciarlo, ya nos hace recordar la historia de la salvación al vincularnos —
también a través de José, el esposo de María y padre “legal” de Jesús — al rey
David, en cuya dinastía depositó Dios la promesa del Mesías-Salvador (Cf. 1Sam
16; 2Sam 7). Sin embargo, ahora, en esta reflexión, quisiera que meditáramos un
poco sobre otro nombre y lugar hacia el que el AT parece confluir, aunque jamás
aparezca “explícitamente” nombrado allí, desde el que el NT da su inicio, y al
que, tras la Navidad, todos estamos llamados, de uno u otro modo, a regresar. Me
refiero a Nazaret.
Nazaret: nombre y significado
La vida pública de Jesús, en
la que los evangelios se detienen más ampliamente, nace de esa pequeña localidad
Galilea llamada Nazaret, y hacia ella, con suma paciencia y misericordia, como
Pastor que ama a sus ovejas, nos quiere Jesús conducir. Allí donde Él vivió y
creció (Cf. Mt 2,23; Lc 1,39-40). Allí donde conoció en su humanidad el
verdadero amor de Dios, a través del auténtico y enorme amor humano que recibía
de su padre José y de su madre María. Nazaret sabe, por eso, a hogar y a vida
ordinaria henchida y bendecida por la presencia de Dios que la transforman y
hacen extraordinaria. Hogar y vida que, Jesús, con su enseñanza y obrar y con
su muerte y resurrección, desea que se haga realidad en nuestra propia existencia.
Sí, toda la significación de Nazaret quisiera el Señor que entrara en nuestro
corazón y lo cambiara.
A Nazaret se le asigna un
ramillete de significados que, mientras no sean contrarios a la fe que
profesamos, ni signifiquen un forzamiento exagerado del término y de su
interpretación, no tendríamos porque desechar. Dado, además, que su significado
no ha sido fijado por la historia ni la semántica, tenemos “licencia” para
dejar que todos ellos nos ofrezcan una amplia significación de este vocablo y, consecuentemente,
de este lugar galileo privilegiado y santificado con la presencia de José y de
María y, posteriormente, de Jesús.
Así, entre otros posibles
significados, a Nazaret, en hebreo Notséret:
(a)
Se le hace proceder de netser, el
retoño (Is 11,1), en referencia al
descendiente de Jesé, al Ungido del Señor, al Rey esperado que establecerá la
justicia y el derecho, y hará fructificar las buenas acciones en toda la faz de
la tierra;
(b)
También se dice que proviene de nazir,
el consagrado, como es bendecido por
Jacob el patriarca José (Gn 49,26) (y Jesús, el hijo de José, puede ser llamado,
con toda propiedad, Nazoreo, consagrado);
(c)
Otros sostienen que deriva de nezer,
la diadema, aquella que, como canta
el salmista, florecerá en la cabeza de David (Sl 132,18: nizrô), ungido rey de Israel;
(d)
O incluso de netsah, la Eternidad, que salmodia David afirmado
en su fe en la futura resurrección (Sl 16,11b; Cf. He 2,25b-28).
Con estos y otros significados
de Nazaret, ya podríamos reflexionar
extensamente sobre Jesús, el Niño esperado y que nos es dado por Dios (Cf. Is
9,5). Y podríamos conformar uno y mil pensamientos con todos ellos diciendo,
por ejemplo, que “Jesús es el retoño
que no salva y nos consagra (Cf. Jn
17,17-19) para hacer de nosotros una ofrenda agradable al Padre (Cf. Rm 12,1-2),
coronándonos con la diadema de su
realeza y de su victoria, e introduciéndonos en el gozo eterno al resucitarnos juntamente con Él”.
Sin embargo, pensando en el
Adviento y la Navidad, quisiera prestar atención en otro significado de este
vocablo, de esta amada ciudad de Dios, y también amada, sin duda, por José,
María y Jesús, y por los primeros cristianos.
Al entrar en Nazaret, se
encuentra, escrito en latín, un cartel que dice:
Notséret, femenino de
Notser.
Como afirma M. Vidal
, es
importante saber que la letra hebrea
nun,
N, la
N de
Notser (
guardián, centinela, custodio) masculino
de
Notséret, está escrita en la cúspide
de la historia de Israel, justo tras el drama del becerro de oro (Cf. Ex 32),
cuando el humilde y probado Moisés oró al Señor pidiéndole que le dejara “
ver su gloria” (Ex 33,18 [vv.12-23]) y
el Señor, condescendiente con su amado siervo,
se dignó pasar delante de él (Ex 34,6-7). Esta
N está en el corazón de una enumeración de
Trece Cualidades del Señor, que los judíos llaman “
los Trece Atributos del Nombre del Señor”.
Los judíos nazarenos contemporáneos
del Señor Jesús conocían esa intimidad entre Moisés y el Señor, y deseaban
participar en ella. Estaban tan asombrados de la “suerte” de Moisés que no dejaban de comentar el Paso del Señor por delante de él. De hecho, el pueblo judío lee,
ora y repite, con súplica orante, muchas veces, entre el final y el inicio del
año hasta el Yom Kippur (a finales
del verano) esta manifestación del Señor a Moisés que, dichosamente, quedó
escrita en el texto sagrado.
Son trece
líneas sacadas de los dos versículos de Ex 34,6-7a, que desvelan el Nombre del Señor. Dicen así:
«Y [Él] pasó, el Señor, cerca de su rostro. Y [Él]
gritó:
¡El Señor
El Señor
Dios
Lleno de Ternura
Y de Gracia
Lento a la
Cólera
Y rico en Amor
Y Verdad.
Guarda [= Notser] el Amor por millares,
Quita el pecado,
La transgresión
Y la falta,
Y las absuelve!»
Pues bien, en el noveno
Atributo, noveno
como el tiempo de dar a
luz, se dice: “
El guarda, Notser, su
Amor durante millares [de generaciones]”
. Y el
judío, en la reiterada repetición de este texto, buscando participar de la
misma intimidad que tuvo Moisés con el Señor, escucha lo que el mismo Señor
confió de su Nombre a Moisés y a su pueblo, teniendo a
Notser, el nombre de
Nazaret,
en el centro de su corazón.
La lengua hebrea tiene un
vocablo para decir “mil”, otro para decir “dos mil” y otro más para decir “mil en plural” (’alāpîm). Este último representa, por tanto, más de dos
mil, digamos por lo menos tres mil. Y si se habla de tres mil generaciones y se
cuentan unos treinta años por generación se llega a 90.000 años como mínimo.
Este Amor-Misericordioso de Dios es
lo que el judío repite en la liturgia de fin y principio de año y del día de Kippur, repitiendo sus atributos una y
otra vez.
En Ex 34,7b, se afirma que el
Señor: “No absuelve y visita el pecado de
los padres en los hijos y en los hijos de los hijos hasta la tercera y cuarta
generación”. Visitar (pāqad) se traduce a menudo por “castigar”, pero significa primeramente visitar para procrear y alumbrar, para
aconsejar y animar. Pues bien, el niño, humana y psicológicamente, mira los
gestos de sus padres e imita sus actos. Si éstos se equivocan y pecan, el hijo,
que les ha seguido en su error moral, debe ser “invitado” a volver al buen camino. Y Dios le visita con ese fin.
Además, como vemos, no hay comparación entre esta “corrección” divina y “su perseverante
Amor misericordioso”, ya que si las consecuencias del pecado se dejan sentir de
noventa a ciento veinte años (tercera y cuarta generación), las repercusiones de una acción de amor
alcanzan los 90.000 años. Este es el Amor-misericordioso que “guarda, Notser, el Señor”.
Por eso, más allá de todas las
discusiones posibles, el significado de Nazaret
no debe desligarse, en esencia, de la raíz hebrea nāzar: guardar, librar,
vigilar, custodiar, según la cual Nazaret significa: ¡La que guarda! Y, por este motivo, diríamos que la vocación de los
primeros cristianos, judíos en su mayoría, debía responder a este nombre.
Caminando hacia la Navidad, también
nosotros debemos alegrarnos, uniéndonos a los primeros cristianos, de que el
Señor haya deseado ser concebido en Nazaret
y de que, posteriormente, arraigara su vida en ella. La ciudad de Jesús debía
llamarse Notséret (Notser) porque “el Señor guarda el Amor-misericordioso hacia los hombres”. Y lo dijeron
en femenino, al modo oriental, por ternura y pudor. Hablar de Nazaret, Notséret, “la que guarda”, es recordar la responsabilidad, la entrega y la
mirada clemente y misericordiosa del Señor hacia toda la humanidad y,
particularmente, hacia nosotros cristianos. Su mirada es como un nuevo “guardarnos”, como si Él mismo se
maravillara de la Nueva Alianza que sella, dentro de nuestros corazones, en la
carne y sangre de su Hijo.
Así pues, caminar en el
Adviento es caminar primero hacia Nazaret, donde Dios, como canta María en el Magníficat, manifiesta en la
Anunciación-Encarnación que “guarda”
sus entrañas misericordiosas de generación en generación (Cf. Lc 1,50.54;
también Zacarías en Lc 1,78). Dios, siendo fiel a su pueblo, es fiel a toda la
humanidad. María recibía la Vida de Dios en su seno y el porqué de la
Encarnación del Verbo en medio de su pueblo. Y éste, el Verbo encarnado, no
podía venir de ninguna otra ciudad más que de aquella que nos recuerda que el
Señor guarda su Amor-misericordioso.
El Mesías que iba a nacer asumía en su Persona toda la significación de esa “guarda” del Señor, de este Dios
misericordioso que ama a su pueblo desolado y pecador.
José, el de Nazaret
Jesús, oriundo de Nazaret,
será llamado, precisamente, Jesús el
Nazareno. Pero Jesús debe su nombre (Jesús)
y su apellido (el Nazareno) a José,
que asumió la responsabilidad de imponérselo (Cf. Mt 1,21). Sí, a José, el de
Nazaret. No podía ser de otro modo, ya que José el “custodio”, o diríamos mejor: José “el que guarda”, asume en su persona el ser “guardián” del amor
misericordioso de Dios depositado en María y en el fruto bendito de su seno:
Jesús. Por eso dirá Felipe: «Ése del que
escribió Moisés en la Ley, y también los profetas, lo hemos encontrado: Jesús
el hijo de José, el de Nazaret» (Jn 1,45). Jesús, de quien, en cuanto Dios,
ya desveló Moisés que uno de sus atributos sería “el que guarda”, y a quien los profetas se refirieron como raíz (netser) de Jesé y consagrado
(nazir). Todo aquello anunciado y
ahora cumplido en Jesús debía ser custodiado
por José, “verdadero guardián”.
En efecto, José, hombre justo y hombre enamorado,
estaba desposado con una mujer santa e inmaculada: María (Cf. Mt 1,18; Lc
1,26-27). José, que significa: Dios-añade,
fue el elegido, al que Dios añadió bendiciones:
bendecido con María, bendecido con la palabra de Dios a través de los sueños y bendecido
con la responsabilidad de ser padre de Jesús, Mesías e Hijo de Dios. Él, José,
recibe todas estas bendiciones como expresión del Dios que “guarda” su amor hacia su pueblo, para que
las “guardara” responsablemente. José
es “guardián”, sin duda, del amor
encarnado de Dios, por eso guarda y protege a María y a Jesús, para que puedan
realizar su misión de madre y de Mesías, respectivamente, en la historia de la
salvación.
Pero José de Nazaret, de la ciudad que significa “La que guarda”, nos enseña que para
llegar a ser “custodio” o “guardián” del amor de Dios, es necesario saber esperar. Camino de Navidad, el Adviento es
tiempo de saber esperar, de aprender a esperar porque estamos llamados a ser “guardianes”, es decir, “nazarenos” del
Amor encarnado de Dios. Y José, que era justo, llegó a ser “custodio” porque esperó y confío
siempre en Dios. Se fio en la noche oscura del sufrimiento profundísimo que
hería su alma pensando que Dios mismo le separaba de María, su esposa, a quien
amaba con todo su corazón. De hecho, sólo el amor pleno le hará ser “custodio” de ese tesoro de Dios que es
María y, en ella y con ella, del Tesoro de los tesoros que es Jesús.
Contemplando a José, debemos meditar en su dolor y en su
fe, y aprender de él; meditar en su santa duda buscando la voluntad de Dios y
en su posterior docilidad una vez esa voluntad le fue manifestada; debemos
pensar en su obediencia y humildad, en su entrega y, también, en su júbilo por
servir al Señor, júbilo que, tras morir junto a Jesús y María, ha alcanzado su plenitud.
En todo ello hemos de reflexionar en este Adviento para aprender a esperar y
para comenzar a ser un poco más Nazarenos, un poco más de “los que guardan” en su corazón la Buena Noticia del Amor de Dios
manifestado en su Hijo Jesucristo.
“Guardando” el Amor misericordioso
de Dios, comprendemos que “custodiar” es una vocación a la que todo hombre está
llamado. Todos debemos custodiar al
prójimo y a la creación, es decir, debemos respetar y amar a todas las
criaturas de Dios, sobre todo a las personas que están junto a nosotros y se
encuentran más necesitadas de ayuda, de consuelo, de comprensión. Custodiar,
según la enseñanza de José de Nazaret, quiere decir vigilar sobre nuestros
sentimientos, nuestro corazón, porque ahí es donde salen las intenciones buenas
y malas: las que destruyen y las que construyen. De ahí que, para “custodiar” en nosotros verdaderamente el
Amor recibido de Dios en Cristo-Jesús, tengamos que aprender, primero, a cuidar de nosotros mismos, pues el odio,
la envidia, la soberbia, la avaricia, la impureza… ensucian la vida y nos
alejan de Nazaret, del Nazareno.
Llamados (a ser) Nazarenos
En He 24,5, Tértulo, un
abogado que presentaba ante el procurador romano Félix la acusación del Sumo
Sacerdote Ananías, de otros ancianos y de los judíos, contra Pablo, llama a los
seguidores de Cristo: nazoreos. Éste
es, precisamente, uno de los nombres más antiguos con que eran conocidos los
discípulos, antes de que comenzaran a ser llamados “cristianos” en Antioquía de
Siria (Cf. He 11,26).
Ellos, los nazoreos, eran “guardianes” del Amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, del que
eran beneficiarios y testigos. Y veían también ese Amor encarnado en ellos
mismos. Acaso, ¿no asume en Nazaret, esperando al Nazareno, sentido nuestra
historia? ¿Nuestra vida religiosa? ¿No es Nazaret una llamada a adherirnos con
total corazón a Aquel que nos “guarda”
en su Amor? ¿No es Él el Guardián de
nuestra vida? ¿No debemos caminar hacia Nazaret
a su encuentro? Allí lo encontró María en la Anunciación y lo encontró José
acogiendo a la Anunciada. Y allí, unidos a ellos, debemos encontrarlo también
nosotros.
¡Cuántas preguntas suscita
entonces Nazaret! ¡Cuántas que nos
ayudan a preparar el Adviento y, con ello, la Navidad! A preparar la venida del
Señor, de Aquel que, ahora, nos “guarda”
en su misericordia (Cf. Ex 34,6-7a), nos “guarda”
como a la niña de sus ojos (Dt 32,10), y nos “guarda” para que, acogiendo su palabra y observando su alianza (Dt
33,9), vayamos siendo transformados en un sacrificio vivo y santo, es decir, en
verdaderos “nazarenos”.
P. Salvador Villota. O. Carm.