Navidad para el
mundo,
navidad
del cristiano
Enseñándonos acerca de su retorno glorioso, afirma nuestro
Señor Jesús que nadie sabe el cuándo, excepto el Padre (Cf. Mt 24,36; Mc 13,32),
y que, por este motivo, debemos estar atentos, pues, a simple vista, el mundo,
la humanidad, continuará con su ritmo, ajetreo y comportamiento habituales:
«Como en tiempo de Noé. En los días antes del
diluvio, la gente comía y bebía, se casaban los hombres y las mujeres tomaban
esposo, hasta el día en que Noé entró en el arca; y cuando menos lo esperaban
llegó el diluvio y se los llevó a todos; lo mismo sucederá cuando venga el Hijo
del hombre: dos hombres estarán en el campo, a uno se lo llevarán y a otro lo
dejarán; dos mujeres estarán moliendo, a una se la llevarán y a otra la
dejarán. Por tanto, estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro
Señor. Comprended que si supiera el dueño de casa a qué hora de la noche viene
el ladrón, estaría en vela y no dejaría que abrieran un boquete en su casa. Por
esto, estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis
viene el Hijo del hombre» (Mt 24,37-44).
El nacimiento del Señor Jesús en Belén hace más de 2000
años, aconteció también en medio de un mundo que, afanado e interesado en sus
cosas (Cf. Lc 2,1-3), no reparó en el más asombroso e indecible evento que, en
medio de él, estaba acaeciendo: Dios mismo, el Creador de cielos y tierra,
nacía de mujer, Hombre entre los hombres, sometiéndose a la Ley y a la frágil y
mortal condición humana (Ga 4,4-5; Cf. Lc 2,6-12; Mt 1,25).
El apóstol Juan, en el prólogo de su evangelio, dice que el
nacimiento del Verbo significa la venida de la Luz en medio de las tinieblas.
Él, Jesús, el Verbo de Dios encarnado, es la Luz — como Él mismo proclamará de
sí: «Yo soy la luz del mundo» (8,12)
—, mientras que el mundo, la humanidad, habita en las tinieblas. Y tanto es así,
que “los suyos”, el pueblo de Israel en el que el Señor-Dios había suscitado la
luz de la fe y depositado la esperanza mesiánica, no lo recibió. Las tinieblas
caracterizan, en efecto, a la humanidad y éstas no sólo expresan la pequeñez,
vulnerabilidad y limitación propias del ser criaturas, sino también el estado de
dureza de corazón, de pecado y de oposición al bien, de egoísmo y soberbia, de
enemistad, en definitiva, con Dios. El rechazo, la pasión y crucifixión de
Jesús manifestarán esas terribles y malvadas tinieblas que ahogan el corazón
humano.
Sin embargo, al igual que en tiempos de Jesús, también entre
todos los hombres de esta generación nuestra, hay algunos en los que la gracia
de Dios no ha sido vana y ha producido el
gran milagro de la fe en su Hijo. Y éstos, tocados por la potencia de Dios,
por su Espíritu, han comenzado a vivir un nuevo nacimiento en Dios (Jn 1,12-13).
Ellos, convertidos en luz, en medio de las tinieblas (Cf. Mt 5,14-16), se ven impulsados
a vivir como Aquel en quien creen y en quien gustan la verdadera Vida (Cf. Jn
4,14; 6,35; 14,6).
En efecto, esperando vigilantes la manifestación gloriosa
del Señor, ante quien, como sabemos, ya tendremos que comparecer en el momento
de nuestra muerte, los cristianos queremos conducirnos como “en pleno día”, es decir: como quienes
caminan a la Luz del Señor, como quienes ven el mundo y las cosas del mundo con
los ojos de Dios y no con los ojos de los políticos o poderosos, como quienes
viven — en la fe, esperanza y caridad — una relación personal con el Dios vivo
y verdadero que es amor y que ama el bien y aborrece el mal. Por eso, los
cristianos, “habiendo gustado que Dios es bueno y nos ama hasta el extremo”
(Cf. Sl 34,9; 1P2 2,3; Jn 13,1), «hemos
de comportarnos reconociendo el momento en que vivimos, pues ya es hora de
despertarnos del sueño, porque ahora la salvación está más cerca de nosotros
que cuando abrazamos la fe. La noche está avanzada, el día está cerca: dejemos,
pues, las obras de las tinieblas y pongámonos las armas de la luz. Andemos como
en pleno día, con dignidad. Nada de comilonas y borracheras, nada de lujuria y
desenfreno, nada de riñas y envidias. Revistámonos más bien del Señor Jesucristo,
y no demos pábulo a la carne siguiendo sus deseos» (Rm 13,11-14).
¡Ay!, ¡Lo sé! No es fácil vivir esto a lo que Dios nos
exhorta por medio del apóstol Pablo. Estamos en el mundo, aunque no le
pertenezcamos (Jn 15,19), y, a la luz de Cristo, experimentamos que el mundo,
en la “mundanidad” que ofrece, odia la verdad de Dios y también odia, por ello,
el modo como queremos y debemos vivir en el Señor Jesús (Cf. Jn 15,20-27). Por
eso, en este tiempo de Navidad, el mundo y, a través de él, el Tentador, nos lo
pondrá difícil: nos tentará a que volvamos a las tinieblas, a la mundanidad y a
vivir “oscura y tenebrosamente” la Navidad; nos instigará a pensar que lo único
que cuenta es pasarlo lo mejor posible; nos insidiará para que nos evadamos y
alienemos de la verdadera situación del mundo — que es el modo como Dios la ve
—, y a ignorar y menospreciar la salvación que ahora, en este tiempo propicio,
nos ofrece en su Hijo Jesús.
Sí, se nos invitará y presionará a vivir entregados a las
comilonas y a los excesos de bebida típicos de nuestra sociedad y mundo
occidental: “Total — se nos dirá —: pensad que es un día”. Y se nos
bombardeará a exagerar las compras, estimulándonos el deseo de poseer y la
vanidad de la vista y de la carne. Se nos propondrá, en fin, divertirnos en
juergas, en miradas lascivas, en pasiones insensatas, en experiencias “nuevas”
ajenas y contrarias a la vida en Cristo.
Tiempo de Navidad. Tiempo en el que la realidad del mundo,
del mundo sin Dios, continúa presente. Tiempo de ofertas mundanas, pero tiempo también de gracia en el que debemos
entrar y para el que nos preparó el santo tiempo del Adviento. Por eso, el
cristiano, sacado graciosamente por Cristo de la noria de la mundanidad (Cf. Jn
15,19), combate el buen combate de la fe
(Cf. 1Tim 6,12) y no cesa de luchar por vivir en la Luz, consciente de que la
vida humana, su misma vida, está transcurriendo en un “valle de lágrimas”. El cristiano ya no es un ignorante del dolor
que produce el pecado, ni del sufrimiento que provoca el orgullo y el egoísmo
en las relaciones con el prójimo, ni de la amargura causada por las enfermedades,
ni de la angustia de los malentendidos, ni de la idolatría en que nos enfrasca
la avaricia, ni del sinsentido y tedio que envuelve la vida vaciada de Dios. Lo
conoce y lo afronta cada día con el amor que recibe del Señor, sabedor de que,
sólo de ese modo, muere un poco más a sí mismo, al mismo tiempo que “nace” Cristo
un poco más en él.
Así pues, abierto al
Cristo naciente, el cristiano lucha por revestirse de los sentimientos de
su Señor Jesús (Cf. Rm 13,14; Flp 2,5-9), tratando de llegar a ser, él mismo y
el entorno donde vive, un “pesebre”
en el que la Sagrada Familia pueda espiritualmente habitar. Y ¿cómo se reviste
de Cristo? Combatiendo — afirmado en su fiel e inmenso amor —, para vencer el
mal a fuerza de bien: prefiriendo, por ejemplo, dar un paso atrás en la
soberbia y un paso adelante en la humildad; o cohibiendo su ira, reprimiendo su
cólera y eligiendo perdonar y obrar con mansedumbre; o afirmándose en el Señor para
rechazar una oferta de desenfreno que “con la mejor intención” unas “amistades”
pueden hacerle; o acercándose, a impulsos del Espíritu, a paliar un poco la
soledad de los padres o abuelos… que le reclaman estar a su lado y darles otro
beso lleno de cariño; o mostrando un poquito de ternura y comprensión hacia la
esposa o el esposo o los hijos o los hermanos...
Sin duda, el amor, el
amor cristiano, tiene ojos para ver el sufrimiento que los demás no ven,
corazón para hacerlo suyo, manos para realizar el bien que nadie podría ni
querría realizar y palabras que llenan de consuelo y de sabor a eternidad.
Por eso Navidad para el cristiano es Navidad de verdad. Si come o bebe, lo hace
con templanza y dando gracias a Dios y pidiendo de corazón por aquel que nada
tiene; si tiene salud y paz, da gracias por ello, aunque dolorido en su alma al
pensar en tantos hermanos aplastados por la violencia, por las guerras, por la
lujuria, por la enfermedad, por la miseria… y todo porque no quiere otra
bienaventuranza para sí que aquella que le ofrece su Señor, la bienaventuranza
de “los pobres en el Espíritu, de los mansos, de los que lloran, de los misericordiosos,
de los limpios de corazón, de los hambrientos, sedientos y perseguidos por
causa de la justicia, de los que trabajan por la paz…” (Mt 5,3-12). Sí, Navidad
para el cristiano es amor a la Verdad, a la Luz sin ocaso, a Cristo encarnado
que quiere identificarse con cada necesitado (Cf. Mt 25,35-36).
¡O buen Señor nuestro
Jesucristo! El cristiano, cada Navidad y siempre, no desea otros cuidados que
aquellos mismos que, en Belén, te prodigaron María y José, verdaderos custodios
y guardianes del Amor-misericordioso de Dios que eres Tú, Señor nuestro. Por eso el cristiano quiere acostarse, una
vez más, en tu “pesebre”, no deseando otra cosa que estar contigo, que vivir
unido a Ti, que vivir en Ti. Y contigo quiere hacerse pequeño y necesitado,
para nacer, renacer en ti, y poder, en
ti, amar a todos los hombres, a todos, porque todos viven en este valle de
lágrimas que sólo Tú, “Dios con nosotros”, Emmanuel, puedes transformar en el
Valle de la Eterna Alegría. ¡Ven, Señor, Jesús!
P. Salvador Villota
Herrero, Carmelita (O.Carm.)
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