MIGAJA 9ª
La educación de los padres
1. El tener padres virtuosos y temerosos de Dios me
bastara, si yo no fuera tan ruin, con lo que el Señor me favorecía, para ser
buena. Era mi padre aficionado a leer buenos libros y así los tenía de romance
para que leyesen sus hijos. Esto, con el cuidado que mi madre tenía de hacernos
rezar y ponernos en ser devotos de nuestra Señora y de algunos santos, comenzó
a despertarme de edad, a mi parecer, de seis o siete años. Ayudábame no ver en
mis padres favor sino para la virtud. Tenían muchas. Era mi padre hombre de
mucha caridad con los pobres y piedad con los enfermos y aun con los criados;
tanta, que jamás se pudo acabar con él tuviese esclavos, porque los había gran
piedad, y estando una vez en casa una de un su hermano, la regalaba como a sus
hijos. Decía que, de que no era libre, no lo podía sufrir de piedad. Era de
gran verdad. Jamás nadie le vio jurar ni murmurar. Muy honesto en gran manera.
2. Mi madre también tenía muchas virtudes y pasó la vida
con grandes enfermedades. Grandísima honestidad. Con ser de harta hermosura,
jamás se entendió que diese ocasión a que ella hacía caso de ella, porque con
morir de treinta y tres años, ya su traje era como de persona de mucha edad.
Muy apacible y de harto entendimiento. Fueron grandes los trabajos que pasaron
el tiempo que vivió. Murió muy cristianamente.
MIGAJA 10ª
la educación de los padres
Continua
3. Éramos tres hermanas y nueve hermanos. Todos
parecieron a sus padres, por la bondad de Dios, en ser virtuosos, si no fui yo,
aunque era la más querida de mi padre. Y antes que comenzase a ofender a Dios,
parece tenía alguna razón; porque yo he lástima cuando me acuerdo las buenas
inclinaciones que el Señor me había dado y cuán mal me supe aprovechar de
ellas. (Vida 1,1-3) 3. Si yo hubiera de aconsejar, dijera a los padres que en
esta edad tuviesen gran cuenta con las personas que tratan sus hijos, porque
aquí está mucho mal, que se va nuestro natural antes a lo peor que a lo mejor.
Así me acaeció a mí, que tenía una hermana de mucha más
edad que yo, de cuya honestidad y bondad -que tenía mucha- de ésta no tomaba
nada, y tomé todo el daño de una parienta que trataba mucho en casa. Era de tan
livianos tratos, que mi madre la había mucho procurado desviar que tratase en
casa; parece adivinaba el mal que por ella me había de venir, y era tanta la
ocasión que había para entrar, que no había podido. A ésta que digo, me
aficioné a tratar. Con ella era mi conversación y pláticas, porque me ayudaba a
todas las cosas de pasatiempos que yo quería, y aun me ponía en ellas y daba
parte de sus conversaciones y vanidades. Hasta que traté con ella, que fue de
edad de catorce años, y creo que más (para tener amistad conmigo -digo- y darme
parte de sus cosas), no me parece había dejado a Dios por culpa mortal ni
perdido el temor de Dios, aunque le tenía mayor de la honra. Este tuvo fuerza
para no la perder del todo, ni me parece por ninguna cosa del mundo en esto me
podía mudar, ni había amor de persona de él que a esto me hiciese rendir. ¡Así
tuviera fortaleza en no ir contra la honra de Dios, como me la daba mi natural
para no perder en lo que me parecía a mí está la honra del mundo! ¡Y no miraba
que la perdía por otras muchas vías!
(Vida 1)
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