Afirma y enseña el apóstol san Pablo que
«nuestra lucha no es contra la carne y la
sangre, sino contra los Principados, contra las Potestades, contra los
Dominadores de este mundo tenebroso, contra los Espíritus del Mal que están en
las alturas» (Ef 6,12). Existe, por tanto, una lucha en la que no repara la
mayoría de las personas, pero en la que se encuentran involucrados, lo quieran
o no.
Presente en el vivir cotidiano, esta
lucha no se percibe a simple vista, aunque sus efectos sí repercuten, se
experimentan y observan en nosotros mismos y en el mundo que nos circunda. Es
una lucha de índole espiritual en la que está implicado todo hombre, particularmente
los cristianos, y que influye en sus decisiones, en sus proyectos, en su vivir
y en su morir. Una lucha cuyo sedicioso y rebelde provocador es el mismo Diablo,
secundado por sus huestes demoníacas, ángeles caídos de los Principados,
Potestades o de otros coros angélicos.
Este tipo de lucha no puede ser afrontada
victoriosamente con meras armas humanas, sean materiales o ideológicas; con armas
similares a las empleadas por aquellos que impiden obtener lo que uno desea; con
armas movidas por el orgullo y el egoísmo; con armas con las que se pretende
someter a los demás para conseguir y salvaguardar todo cuanto uno puede poseer
y “pretende ser” en este mundo.
Para salir vencedor en esta lucha
espiritual, es necesario: (i) No combatir
por uno mismo, por el propio interés egoísta, sino por la gloria de Dios,
por su voluntad de Bien, por el Evangelio (que expresa la obra suprema de Dios
en Cristo, a favor de todo hombre); (ii) No
pensar, equivocadamente, que la lucha es solamente contra los hombres que, de
modo concreto, nos persiguen, nos hacen mal o nos obstaculizan para conseguir
lo que deseamos, sino asumir una conciencia, cada vez mayor, de que nuestro
principal combate es contra fuerzas invisibles, contra potencias tenebrosas,
contra espíritus malignos que están por encima de nosotros y de nuestras
capacidades humanas: el verdadero enemigo es Satanás, y no los hombres que
pueden ser o están siendo instrumentos suyos; (iii) Combatir también con armas espirituales, revistiéndose con la armadura
misma de Dios, que es por quien, en última instancia, debe combatirse:
ceñidos, por ello, con la Verdad de su amor hacia nosotros; revestidos con la
adhesión inquebrantable a su voluntad; calzados con el deseo de dar testimonio
del Evangelio; defendiéndonos con el escudo de la fe que conduce a responder
siempre con bien al mal que uno recibe; protegidos con la certeza de la
salvación, y blandiendo siempre la palabra de Dios en nuestro corazón y en
nuestros labios; y, como fundamento de todo, la oración incesante (Ef 6,10-18).
Un tipo de cizaña, o si queremos usar
lenguaje bélico, una de las “bombas de
relojería” que siembra el Diablo en los corazones en este combate
espiritual es la mentira, el engaño, la
falsedad. Es propio de él, ya que la falsedad le nace de dentro (Cf. Jn
8,44). Por eso, asumir la mentira como leitmotiv
de la propia existencia y tenerla como compañera para prosperar en este mundo,
es hacerse, desde la perspectiva moral, “hijo” del Diablo, y poner por obra sus
impías intenciones contra el ser humano y la creación de Dios. La necesidad de
estar atentos a todas sus insidias es imperiosa, y más para aquellos que
detentan el poder en las instituciones políticas, sociales o religiosas, y
tienen influencia, directa o indirectamente, sobre muchas personas con sus
decisiones.
Estos días, y desde hace tiempo atrás,
estamos siendo testigos y sufriendo, en mayor o menor medida, el desafío
separatista que un grupo de políticos está liderando en Cataluña, al margen de
las leyes que rigen la convivencia de todos los españoles. Y si bien, como ha
señalado la Conferencia Episcopal, y también, en diferentes medios, algunos
obispos, es necesario que la libertad vaya siempre unida inseparablemente a la
verdad y al bien común, y han condenado las acciones realizadas por el
parlamento catalán, como: «Un acto de
sedición, un fraude, una traición, un golpe contra el estado de derecho, una
vulneración de la normalidad constitucional de la Nación y convivencia en
libertad de todos los españoles, un acto que rompe, origina heridas y
confrontación entre las familias, entre los amigos y vecinos; o una serie de
actos reprobables, contrarios a la verdad» (Cardenal Antonio Cañizares); y
han subrayado, a través de fundados argumentos, tanto la obligación de respetar
el Estado de Derecho para poder buscar el bien común, como el bien moral que es
la unidad de España para todos, incluida, ciertamente, Cataluña, hay que
señalar, además, que, en la situación catalana presente — como ocurre en otros
lugares y situaciones del mundo —, se percibe un componente de oscuridad y malignidad
que es, en su verdad y realidad profunda, el auténtico detonante de esta ilegal
e inmoral situación que estamos viviendo.
El cúmulo de medias verdades y de
mentiras “enteras” que, como han enunciado numerosos artículos de periódicos de
ámbito nacional, sostiene este proceso independentista — y de las que el
President Puigdemont se hizo eco y
promotor en su declaración institucional del 4 de octubre de 2017 —, dejan
entrever, en su globalidad, una perversa realidad que, con sus diabólicos
tentáculos, está asentándose en el corazón de muchos catalanes y, en
particular, de muchos de sus gobernantes. Es difícil percibirla porque, al
promover los deseos de la carne y endiosar la querencia natural humana hacia la
tierra que a uno vio nacer y hacia los bienes que uno posee o piensa poseer, ciega
la propia capacidad de discernimiento.
El problema en estos casos, como en otros
de grupos violentos y terroristas — o como en la dañina expansión de perversas
ideologías, o en gobiernos dictatoriales o en las corrupciones que se dan por
doquier —, no es meramente humano, o, mejor dicho, no se debe solamente a la
acción equivocada o dañina del hombre, aunque sea éste el que la pone por obra.
La vida humana, se crea o no se crea en
Dios, está influenciada, como hemos señalado, por realidades que le superan. Y,
ciñéndonos a la doctrina católica, para no caer en supersticiones y animismos,
el influjo de las insidias demoníacas, de las tentaciones del Maligno y de sus
secuaces los demonios, está presente en el cotidiano vivir. Su existencia y
presencia es doctrina revelada, y, mal que pese a quienes no creen o a quienes
abogan por ceñirse exclusivamente a su iluminada razón, el Diablo no ceja de
insidiarnos y, aún más intensa y ferozmente, a aquellos que detentan el poder,
con el fin de asentarse en los centros de poder y, desde allí, alcanzar al
mayor número posible de personas, promoviendo, so capa de bien, ideas malignas
y, como vemos en los últimos tiempos, formulándolas en leyes inmorales y
demoníacas (como es el caso de la ley del aborto).
El Maligno no conoce la Verdad. La ha
rechazado para siempre, y su propio ser se autoalimenta con la mentira y la
envidia, asentadas éstas en una indecible y, a la vez, creciente soberbia
contra Dios, su creación y, particularmente, contra el ser humano (creado a
imagen y semejanza de Dios). Sus falacias alcanzan a los hombres a través de
malas ideas o sentimientos — como puede ser el provocar un “amor” desordenado a
la propia tierra —, que infiere directamente en la mente (pues es un ser
angélico) o, indirectamente, a través de los que a ellas se adhieren. Sus
dañinos “frutos” son el orgullo, la mentira, la envidia, el odio, la división,
el desamor, la desesperación, el deshonor, el homicidio, el suicidio ...
Cierto que este lenguaje de fe no es
aceptado ni entendido por muchos, quienes pueden incluso pensar que, porque ni
creen ni lo aceptan ni entienden, se ven libres de tales insidias y maldades, y
que todo se reduce a conflictos y malentendidos humanos, pero… se equivocan. Y
yerran gravemente al no tenerlo en consideración, pues esta conflictiva
situación político-social (y, en algún caso, religiosa) de que hablamos, no es una
lucha simplemente humana, de ahí que las oraciones, sacrificios y ayunos, que
muchos millones de cristianos están ofreciendo en estos días por la paz y la
unidad de España, son muy necesarios y fundamentales para que esta oscura
situación no cause todavía más mal, como el Maligno desearía, y para que, si
así Dios lo tiene a bien, todo sea reconducido hacia una solución justa y
beneficiosa para todos.
Si de división, radicalismos
irreconciliables, falsedades, odios, desobediencias y violencias se trata, bien
podríamos decir que el Diablo está haciendo, o queriendo hacer, “su otoño” en
Cataluña (y, con ello, en España), pero confío en que estas “armas espirituales”
que son la oración, los sacrificios espirituales y los ayunos que están realizando
tantas personas de bien en parroquias, santuarios, conventos, familias y de
modo individual, alcanzarán el altar del Cielo (Cf. Ap 8,3-5), y que Dios,
movido a misericordia, hará “llover brasas” de compunción, de vergüenza y, con
ello, de sensatez, sobre los corazones más entenebrecidos, al mismo tiempo que
iluminarán, fortalecerán y unirán los corazones de los políticos y gobernantes
de buena voluntad, para que puedan distinguir y realizar los deseos de bien, de
justicia y de paz que Dios quiere para todos los hombres.
Al igual que la victoria de Lepanto fue
causada por las oraciones que se elevaron a la Virgen del Rosario — cuya fiesta
hoy, 7 de octubre, celebramos —, también las oraciones que tantos fieles están dirigiendo
y depositando en manos de la Madre del Redentor en este tiempo, y hoy de modo
especial, hará que todo el maligno entramado de este independentismo se
resquebraje, sin que muchos consigan comprender nunca el verdadero porqué.
P. Salvador Villota
Herrero, O.Carm